Shakespeare desde sus obras
Autor (¿?)
La
literatura siempre ha sabido levantar los guantes que le arrojan sus vecinos en
el campo del saber, sean éstos la teología, la filosofía o la ciencia política.
Se puede decir —exagerando— que toda la literatura política del siglo XX es una
respuesta explícita o implícita a la obra de Marx, y que toda la literatura
psicológica dialoga o discute con Freud. La literatura política tal cual la
conocemos y practicamos surge en el Renacimiento, y también como respuesta
puntual al desafío de un hombre: Nicolás Maquiavelo. Quien se hizo cargo de
responderle, y de crear así un modelo de tratamiento estético de la historia y
la política, fue nada menos que William Shakespeare, en sus diez dramas
históricos o histories.
Por distintos motivos, las piezas del ciclo histórico han sido las menos y peor
leídas dentro de la tradición de las letras españolas en general, y de las
argentinas en particular. Puede aducirse la ausencia de buenas traducciones,
algo que la nueva colección "Shakespeare por escritores" (de Norma) estaría en
todo caso en vías de solucionar, pero esto más que causa es una consecuencia del
poco interés que han despertado, comparado con Romeo y Julieta, Hamlet,
Otelo y Macbeth, por mencionar sólo algunas de las niñas mimadas
de los traductores. Con excepción de Ricardo III, leída más como tragedia
que como drama histórico, las otras obras del ciclo raramente se representan, se
traducen, o han sido retomadas por nuestras letras, y cuando la crítica inglesa
señala insistentemente a Enrique IV como la cima del arte shakesperiano,
y al personaje de Falstaff —a quien Shakespeare no dedicó una obra, a pesar de
incluirlo en tres, y que está más cerca para nosotros de la ópera italiana que
del drama isabelino— como el personaje más logrado, no hacemos sino encogernos
de hombros y pensar que es el ambiente local y el tema nacional lo que obnubila
a los compatriotas del autor.
Meridiano Maquiavelo. Y sin embargo, las piezas del ciclo histórico son
sin duda las más relevantes para nuestro tiempo y en realidad, no por
atemporales y universales, sino por contemporáneas y específicas. Puesta a
explicar las fuerzas luminosas u oscuras que dominan la vida de los hombres, la
cultura del Renacimiento isabelino contaba con tres modelos: el concepto griego
de destino; la deidad romana Fortuna, vista alternativamente como una rueda o
una prostituta; y la Providencia divina. Los géneros dramáticos que Shakespeare
frecuentó muestran preferencia por alguno de ellos: las tragedias ilustran los
mecanismos inexorables de la fatalidad, en la resolución de las comedias
intervienen en proporciones variadas la magia y el azar, y los romances de la
última época el funcionamiento en última instancia siempre benéfico de la
Providencia. ¿Qué queda entonces para las piezas históricas?
En ellas no hay fuerzas suprahumanas, aunque los protagonistas las invoquen una
y otra vez para justificar sus victorias o condolerse de sus derrotas. En las
obras de este ciclo los hombres hacen su propia historia, y el principal motor
de ésta es la voluntad humana. El campo en que se desarrollan las historias de
Shakespeare es, en otras palabras, el de la política.
"Política" es en Shakespeare siempre una mala palabra, y remite menos a
Aristóteles que al hombre cuyo mero nombre era por aquel entonces sinónimo del
mal: Maquiavelo. Las ideas de Maquiavelo habían horrorizado hasta tal punto a
las mentes de Europa que tomaron forma dramática en la figura del Maquiavelo
teatral, personaje alegórico de esos géneros teatrales populares en Europa, las
"moralidades" y "entremeses", a los que Shakespeare habrá asistido de joven y
que constituyen la prehistoria del teatro isabelino. El Maquiavelo teatral era
el demonio dedicado a la política, y los tres villanos "puros" de Shakespeare
(Ricardo III, Yago y el Edmund del Rey Lear) son variantes de ese modelo.
Pero es en el ciclo histórico donde se evidencia, más allá de la demonización y
el juicio moral, la comprensión política de las ideas de Maquiavelo. La reacción
de Shakespeare, que puede seguirse al leer sus obras históricas en el orden en
que fueron compuestas, va del horror y la condena iniciales a la aceptación
resignada de que no es otro el funcionamiento normal de la política.
En la Primera Tetralogía todavía es dogma la concepción del derecho divino de
los reyes, y la usurpación es vista con ojos medievales, como un pecado contra
Dios y un crimen contra el orden natural del universo. Maquiavelo encarna en el
rey villano Ricardo, cuya deformidad física es un espejo de la deformidad de su
alma, y que susurra en nuestro oído las doctrinas que nos llenan en partes
iguales de sacro horror y culposa complicidad. Al comienzo de la Segunda
Tetralogía, la sacrosanta noción de legitimidad ha cedido a la más humana de
gobernabilidad: Ricardo II podrá descender en línea directa de Guillermo el
Conquistador, pero es un rey incompetente y cruel, no renuente a poner sus
caprichos por sobre las leyes del reino y mucho más dotado para condolerse de sí
mismo en versos rimados que para gobernar con eficacia. Bolingbroke, luego
Enrique IV, se ve llevado por el clamor popular y la insistencia de sus pares a
hacerse de la corona, y hasta el último día de su reinado vivirá, como el
Macbeth de la tragedia, perseguido por el fantasma de la culpa y sus
acompañantes habituales: el insomnio y la vacilación moral.
Pero hay una diferencia fundamental entre ambos: el protagonista de la tragedia
de Macbeth tiene razón; la usurpación es un crimen imperdonable y el
orden cósmico se moverá en su contra para restituir la corona al legítimo
heredero. El protagonista del drama histórico Enrique IV, en cambio, se
equivoca: tanto Dios como el orden de la naturaleza están mucho menos
preocupados que él por el tema de la usurpación, las profecías del depuesto
monarca Ricardo no llegan a nada, y la idea de que la vida disipada del príncipe
Hal, corrompido por la influencia de su amigo y mentor Falstaff es un castigo
divino, se desvanecerá cuando Hal se convierta en Enrique V, un rey todavía más
ejemplar que su padre.
Los reyes usurpadores en Shakespeare suelen terminar como cabezas que ruedan por
el campo de batalla. A Enrique IV, en cambio, le es dado morir en su lecho y
entregar la corona a su hijo y legítimo sucesor. Al Maquiavelo demoníaco de la
Primera Tetralogía sucede en Enrique IV un Maquiavelo sosegado,
consciente a la vez de la inmoralidad y de la necesidad política de sus
acciones. Enrique IV, lejos de ser un villano, es meramente un político, cuyo
principal defecto son las antiguas nociones morales de las que no termina de
desprenderse y que lo debilitan a la hora de enfrentar resueltamente la
rebelión.
Y sin embargo, el "optimismo" de la Segunda Tetralogía, que culmina en la
desenfadadamente heroica Enrique V, lleva en su interior, como un gusano
corruptor, el terror moral de la primera, que Shakespeare ya había completado.
El reinado ejemplar de Enrique V transcurre bajo la sombra —futura en la
historia, pero pasada en el arte del autor— de la guerra civil que se desata
durante el desastroso reinado de su hijo Enrique VI; y las profecías de Ricardo
II, aparentemente anuladas en vida del usurpador y de su hijo, estaban meramente
demoradas una generación o dos.
Shakespeare en las tabernas. Podría pensarse que Shakespeare dejó atrás
las nociones medievales en la Segunda tetralogía, que su pensamiento
"evolucionó" pero la visión de un orden único que abarca a la vez lo humano, lo
natural y lo divino se mantiene en las tragedias, las comedias y los romances
posteriores. Shakespeare es un dramaturgo, es decir un escritor, más que un
pensador; y a la pregunta sobre cuáles son sus ideas personales sólo puede
contestarse: las que más convienen a cada género, y a cada obra en particular.
En Enrique IV, centro estético y emotivo del ciclo histórico, el mundo de
la guerra y la intriga política constituye apenas una de las líneas del drama:
la otra es la vida que sigue en las calles, en las tabernas, en "los pueblos del
campo. "¿A cuánto la yunta de bueyes en la feria de Stamford?", pregunta Shallow,
el Juez de Paz, mientras rey y rebeldes preparan el apocalipsis; y mientras el
rey se muere al capataz Davy le urge saber qué trigo sembrar y con qué arreglar
la manija del balde. La vida de los hombres y la naturaleza, tan afectas a
estallar en pánicos y portentos en las tragedias, siguen aquí su curso diario
mientras las coronas cambian de cabeza. Más de la mitad de la acción de
Enrique IV, sin duda la mitad más interesante, transcurre en ambientes
populares, y en prosa —quizás la más lograda prosa literaria de la tradición
inglesa-.
Se suele asociar al teatro de Shakespeare con lo exótico e incluso lo
fantástico: Sus Verona y Venecia, Atenas y Roma, Viena y Alejandría, Dinamarca y
la isla de Próspero son para nosotros, hoy, territorios de fábula, más cerca de
Hollywood o Disneylandia que de sus referentes reales. Pero Londres, Eastcheap y
el Gloucestershire de Falstaff compiten en realismo con la Mancha de Sancho
Panza, y la evidente ambición de totalidad, de representar todos los espacios,
ocupaciones y formas del habla de la vida inglesa de su tiempo, desde la corte
hasta el establo, desde el rey a prostitutas y posaderas, prefigura, en el
teatro isabelino, el realismo novelesco de Balzac.
Si el debilitamiento del idealismo político de la primera tetralogía llevó a
Shakespeare a desencantarse de la política, este desencantamiento, en lugar de
convertirse en mero cinismo, le permitió ir más allá en la representación
estética de la misma. Shakespeare descubre que nuestras vidas no empiezan y
terminan en la política, y dotó a su obra más política de un contexto mayor, el
de la vida de los hombres. El personaje de Falstaff es la encarnación de este
vitalismo shakesperiano, y su ingenio corrosivo y la amoralidad de sus acciones
ofrecen el contrapunto irónico a la trama de traiciones e intrigas en que se
resuelve la política de estado.
De todas las obras de Shakespeare, Enrique IV es la más cercana, en
espíritu e intención, al Quijote de Cervantes: en ambas se liquida el ideal
caballeresco, el último avatar del modelo épico en la literatura europea. En
ambas el instrumento es la representación realista, y los personajes centrales
son rigurosamente simétricos: el inmenso y rotundo Falstaff es un caballero con
ideales de villano; el ascético don Quijote, un hidalgo pobre con veleidades de
caballero.
Más idealista, más desencantada, la España de Cervantes lamenta la
pérdida de un ideal nostálgico por encontrarlo inviable en un mundo corrompido y
venal; más realista, más triunfante, la Inglaterra de Shakespeare se desembaraza
de un ideal corrupto que enmascara las ambiciones personales y en última
instancia se revela como mero culto de la muerte, como nos instruye Falstaff en
el campo de batalla, contemplando la mueca de uno muerto por su rey: "no me
gusta nada ese honor sonriente de Sir Walter. Que me den la vida, si la puedo
conservar; si no, el honor llegará sin buscarlo, y fin". Por eso, cuando Hal,
ahora Enrique V, lo repudia públicamente, nuestra mente nos puede decir que a un
rey no le quedaba otra salida, pero nuestro corazón está con el robusto Jack,
con la vida más amplia que representa, con una visión de las relaciones humanas
basada en el afecto antes que en el cálculo y la convención. "Te hablo a tí, mi
corazón", grita Falstaff en medio de la ceremonia, pero quien lo escucha ya no
es sino una corona vacía.
Shakespeare no era incapaz de poner una obra al servicio de una causa política,
pero sus obras comprometidas (en su caso, con el poder) son muchas veces las
menos políticas: en Macbeth —justificación y halago a medida del nuevo
monarca Jacobo I—, el análisis político cede ante la visión ética, y hasta
metafísica, del mal.
Si nos cuesta descubrir en Shakespeare uno de los modelos de escritura política
más elaborados de la tradición occidental, esto puede deberse a que todavía
entendemos literatura política únicamente como toma de posición. Shakespeare,
cuya postura política nunca puede determinarse con certeza, lo entendía de otra
manera: literatura política es aquélla que trata sobre las distintas prácticas e
ideas políticas y las pone en un contexto mayor en el que puedan discutir,
chocar unas con otras, desplegarse: el de la vida, en el mundo real; el del
arte, en su representación. El plano estético subsume al político, pero no para
limitarlo o plantear su carácter secundario, sino para permitirle desplegarse
plenamente.
Por eso las obras históricas de Shakespeare ofrecen un modelo de literatura
política para nuestro tiempo. Cuando la historia adquiere una dirección
determinada, cuando se abren todos los caminos de la acción, la política parece
capaz de contener no sólo al arte sino a la vida entera, y todo se subordina a
ella. Pero en épocas de estancamiento, de desconcierto o de represión severa,
las energías estéticas pueden ser capaces de contener a las políticas, y el arte
se convierte en la arena donde el juego de la política puede desarrollarse con
mayor libertad.
Los años 60 y 70 fueron, para nosotros, de la primera clase, y los actuales de
la segunda. No se trata de desesperar de la posibilidad de un arte político sino
de elegir el modelo adecuado a cada etapa: no ya la literatura política como la
entendían Bertolt Brecht o Jean-Paul Sartre; sino la de James Joyce. O la del
ciclo de los reyes de Shakespeare.