QUINTAS
JORNADAS SOBRE GENOCIDIO
Tercera semana de noviembre del año 2006
La violencia, factor
preponderante en la base de cualquier acto que apunte al genocidio
Como ya fuera notado en los albores de los estudios sobre
la naturaleza existe el peligro de proyectar sobre ella, cuando buscamos
comprenderla, nuestra estructura psíquica humana y, por ende, antropomorfizarla
en los resultados de nuestras investigaciones, como viene resultando evidente
en las teorías finalistas que se abocan a sus fenómenos. Sin embargo, podríamos
objetar, dejándonos llevar por los análisis de la moderna etología, que, si
estamos constituidos por la aquella a quien buscamos conocer, hechos de las
mismas fibras que el resto de los animales y átomos del mundo físico-químico,
es posible que la lectura resultante de cuanto pretendamos de su reino sea
valedera.
Lejos de pretender
justificarla por sus antecedentes, notemos como la violencia que mortifica a
los seres humanos se presenta ya en el mundo físico-químico a partir de la
inestabilidad de los átomos, que obliga a los enlaces iónicos para constituir
cuanto existe, ellos desde el supuesto Big Bang inicial hasta hoy, donde el
enfriamiento progresivo del Universo permitió la aparición de las estrellas y,
en planetas como el nuestro, de la vida.
Y en el mundo
animal, donde predominan los siguientes instintos, todos ellos vinculados de
una u otra manera con fenómenos violentos: el territorial (defensivo), tanto en
sus aspectos individual cuanto gregario, el alimenticio (obviamente letal para
sus víctimas, en el caso de los animales carnívoros), el sexual, en donde
machos y hembras compiten entre sí para asegurarse la progenie, unos y otros,
alternativamente, intra o interespecíficos.
Pero es en el
transcurrir de la vida humana donde los actos violentos toman características
que los ligan, individual y colectivamente, con la precedencia animal, los
cuales se proyectan en su totalidad, a las experiencias histórico-culturales
donde notamos, al menos las siguientes características que predominan en una
relación no idealmente pacífica entre los hombres.
Primera
La
íntegra totalidad de los procesos de endoculturación, ya se trate de pueblos
históricos o etnográficos, se fundamentan en procesos autoafirmativos que, de
manera inevitable, conllevan el menosprecio primero por los pueblos vecinos y,
luego, por los otros grupos con los cuales una comunidad histórico-cultural
determinada, va entrando en contacto, hecho que configura un etnocentrismo
básico que no sido superado ni siquiera ni siquiera por el actual período de
globalización.
En este sentido la
insistencia de ciertas religiones de considerar primero a sus pueblos, en un
sentido estrictamente restringido a una etnía determinada, y, luego, más
generalizadamente, a cuantos practiquen ese culto como “pueblos elegidos por
Dios” (para llevar adelante una salvación usualmente situada en un futuro casi
inalcanzable) ha sido, durante milenios, la causante de verdaderas catástrofes
humanas, como
Segunda
La gran
historia literaria de la humanidad es una historia trágica, las obras cumbres
de cuanta civilización existe tiene esos ribetes, pareciera como si la evocación
y la práctica del sufrimiento fuesen
tópicos insoslayables en cuanto monumento (no solamente propio de la
literatura, lo mismo apreciamos en las artes plásticas, en la música y hasta en
la arquitectura, veamos los arcos de triunfo, las estatuas erguidas a los
héroes nacionales ...) enaltece la prosapia de un pueblo. Desde
Tercera
Como
variante de la primera característica surge la identidad de un pueblo, que
necesita sobreponerse, o, aunque más no fuere diferenciarse en el recorte, de
los demás pueblos que lo rodean en el espacio cercano o lo anteceden en el
tiempo (y, además, para mantenerse
indemne a los embates mortíferos del
transcurso histórico). En esta circunstancia el común denominador de
prácticamente todas las culturas en sus interrelaciones entre sí resulta el menosprecio mutuo que presentan
cuando entran en contacto unas con otras, debido a la diversidad de patrones de
conducta y creencias que caracterizan la multiplicidad de experiencias con las
que coexisten estas culturas mutuamente interdependientes ... y
alternativamente belicosas entre sí.
Así, la persona o grupo que no pertenezca
por nacimiento, proximidad idiomática, religión o cuestiones de piel a una
cultura determinada y adopte su idiosincrasia, llevará el mote de “extranjero”
e, indefectiblemente, será un ciudadano de categoría inferior en el medio que
lo acepta a regañadientes porque lo necesita para cierto tipo de trabajos
insalubres (como sucede en la comunidad europea de hoy con los africanos y
latinoamericanos y con los “latinos” en los Estados Unidos).
Cuarta
Los
torneos deportivos que avivan el afán de competencia, cuando se trata de
encuentros entre naciones, por lo general traen aparejados viejos conflictos
que, a duras penas han sido superados por la vía diplomática pero que, sin
embargo, quedan grabados en la memoria colectiva de los pueblos contrincantes, los cuales en
las tribunas o en la calle los reavivarán con saña llegando posteriormente, a
veces, a conflictos armados, como sucediera hace unas décadas entre dos países
centroamericanos limítrofes entre sí, El Salvador y Guatemala.
No obstante, más allá de los hechos
concretos que hacen a lo histórico-anecdótico, debemos tener en cuenta que,
prácticamente la totalidad del simbolismo que caracteriza al ejercicio de
los deportes arranca de una terminología
belicista. Ya al comienzo de la relación entre los equipos con la palabra “encuentro”,
que no oculta su raíz conflictiva desde el momento que no alude a una
vinculación precisamente amistosa (aunque, a veces, lo pretenda). Así, los
equipos serán “rivales” o “contendientes”, el campo donde se desliza el
balón “propio” o“enemigo”, se hablará de
“defensa” o “ataque”, se dirá “doblegó las defensas” o “derrota contundente” e,
incluso, al tener muchos términos también un explícito contenido sexual, al
estilo, por ejemplo, de “penetración” o “llegó hasta el fondo”, endilgará
características feminoides al plantel derrotado, con lo cual, acentuará, de paso, la idea de la
superioridad masculina por sobre la mujer con toda la carga atávico que ello
implica.
El resultado: la alegría desbordada de los
fanáticos del equipo triunfante, siempre
pareja a la tristeza de los perdedores que prosigue luego, con las
pullas a quienes simpaticen con los vencidos, las rencillas, la espera de la
revancha que apura el tiempo de los segundos, cohesionado en una circularidad
que se cierra, siempre, sobre los mismos fenómenos y que empobrece, por lo
tanto, la vida psicológica de los individuos al reducirla a estos hechos los
cuales, como si se tratase de una morilla gigantesca, parasitan el cerebro de
los mismos hasta reducirlos a su propia
estructura.
Quinta
Las
luchas entre distintas clases por la repartición de la riqueza de un Estado
que, hasta ahora, nunca resultó equitativa, ha convulsionado de manera
iterativa la historia, logrando, en algunos momentos, el acceso a los bienes de
consumo, la salud, la educación y el tiempo libre a los sectores relegados de
los pueblos de la tierra. Sin embargo, cuando dicho bienestar fuera alcanzado
por este ámbito más desprotegido de los países con una larga trayectoria
colonial, ello se tradujo en la sobreexplotación de las clases obreras y campesinas
de los países dominados, que, de esta forma, contribuyeron al alivio de sus
pares empobrecidos de allende los océanos. Así, la injusticia prosiguió
campeando con mínimos altibajos (es lo que apreciamos en el mundo”globalizado”
actual donde la errancia de millones de emigrantes en busca de sitios mejores
para vivir tiene esta fundamental explicación).
La predominancia del varón por encima de la
mujer que solo recientemente, y en los países occidentales, parece haber
cedido; las diversas retóricas que
enfrentan a los hombres entre sí en donde, para que un argumento prevalezca,
resulta válido el recurso de cualquier tipo de falacias con tal de lograr la derrota verbal del
contrincante; la mostración del poderío económico de los sectores más pudientes
de la sociedad en un desborde de lujos y placeres inalcanzable para la mayoría
sedienta del planeta coadyuvan, estos factores, entre los principales, para la
formación de un clima de tensión constante que desemboca en actos violentos, en
un gradiente que suele partir de una simple burla y atravesar todos los
estadios necesarios hasta la eliminación física del otro.
Y un solo resultado el cual, como una banda
que atraviese el pecho de un atleta aventajado, cruza sin ningún tipo de
tropiezos, las cinco características prenotadas: la humillación a la que es
sometido el desprotegido, el pobre, el rendido: cemento de la calle como
almohada, villorrios marginales, desprecio por un cuerpo maloliente, los campos
de concentración, la tortura, los juicios sumarios, hasta llegar paulatinamente
así, al exterminio liso y llano del grupo acorralado[2].
Desde el momento, entonces, que la violencia
pareciera ser constitutiva de la íntegra especie humana y no fomentar su mayor
felicidad, sino todo lo contrario (aunque, paradójicamente, sí su desarrollo:
¿cuántos países, civilizaciones y hasta tiempos históricos conocieron un
crecimiento inusitado gracias a la violencia sostenida contra sus adversarios?)
y, por demás, como dato complementario, el otro viso de la misma paradoja ya
anunciado, el que las alegrías más intensas, en cualesquiera de los niveles de
la psique, se asocie con la derrota del “otro” (tanto individual o
colectivamente) ya se trate de un evento deportivo, un conflicto laboral donde
la envidia tiña las relaciones entre los empleados, una guerra que provoque
millares o millones de víctimas con su secuela de odio y desamparo o cualquier
otro hecho que signifique el fracaso del ocasional contrincante, desde ese
momento, entonces, cabe preguntarnos por
la instancia capaz de aplacar en nosotros esa violencia que une lo morboso con
el deleite, la saña con el cálculo, la destrucción con la esperanza, la paz con
la sujeción de los rebeldes ...
En la irresoluble antinomia entre
sentimiento y razón se ha colocado la clave para resolver este problema raigal que nos aqueja: la
constante de la violencia como signo distintivo de cualquier tiempo histórico.
Desechamos la recurrencia a los instintos o a las emociones para solucionarlo
pues los actos violentos no solamente brotan mayoritariamente de sus impulsos
sino porque, durante la permanencia de ambos estados de conducta, resulta
imposible cualquier toma de distancia que los morigere. Nosotros apostamos por
la razón, y no porque ella en sí misma sea capaz de atemperar la violencia (muy
por el contrario, en numerosas ocasiones las argumentaciones emanadas de su
ejercicio la facilitaron) sino por otro
motivo: es histórica y, por fortuna, nos encontramos atravesando un momento clave,
al menos en Occidente, en que las brutalidades que la misma razón justificó en
tiempos pasados- diversas inquisiciones y
persecuciones, matanzas y flagelaciones...- ahora resultan denunciadas
en un ambiente donde la comprensión y la
concordia, la admisión de la diferencia (gay, travestismo, interculturalidad.
feminismos, grupos con distintas tendencias estéticas, sumados a una mayor
conciencia ecológica y respeto por la vida y los derechos de los animales,
entre otra serie de fenómenos) hacen posible las contra- argumentaciones
resultantes de las terribles experiencias vividas gracias al ejercicio racional
de la violencia.
Así, la misma razón que justificó la pena
de muerte fue la encargada de suavizar las condenas, la misma razón que, en los
laboratorios, desarrollara los gases letales y, durante decenios, trabajó para
dominar el átomo y utilizarlo en la maquinaria bélica que culminaron en
genocidios monstruosos es la que supo detener la carrera armamentista que
caracterizara la Guerra Fría[3],
la misma razón que promoviera las diferencias entre los humanos ahora demuestra
que, genéticamente al menos, somos todos iguales...
Pareciera
constituirse en la única herramienta de la que disponemos para avizorar tiempos
mejores[4],
empero, no olvidemos que la razón es, esencialmente argumentativa y que
sus disquisiciones son históricas[5],
lo cual significa que las premisas de las que se vale en sus discursos se
encuentran relacionados con la previa capacidad intelectiva de quien, o
quienes, armen los conceptos, bien para
fomentarla entre sus adherentes, bien con la finalidad de (con) vencer al
antagonista gracias al poder simbólico de las palabras –a menudo acompañadas
por la fuerza del status qúo o la falacia del prestigio- que dimanan del
hablante.
A los seres
humanos nos caracteriza una temporalidad futurible, el hoy, el presente
no solamente nos fluye de las manos por inaprensivo e instantáneo sino porque,
aún en ese instante, pensamos lo porvenir, lo proyectamos, lo calculamos: la
entrega al reposo ya nos presentiza el despuntar del día, el inicio de un
viaje, su arribo, apenas ingresados al trabajo nos aguarda la salida, el comienzo de un estudio en la
etapa adolescente exige la obtención del
título... hasta el extremo que el ínclito esfuerzo de las disciplinas de
concentración mental, originadas, mayoritariamente, en Oriente, consiste en el
intento de concentrar el yo en esa instantaneidad que la alocada existencia
cotidiana nos impide. Ese futuro mañana posee diversos rostros: suele aparecer
como liberador o, por el contrario, amenazante, lo llamamos destino o
nos jugamos porque el azar reine en él, abierto para quien retoza en los años juveniles o cerrado para quien padece
una enfermedad terminal, previsible, sí, pero nunca de una manera absoluta.
La íntegra gama
de las posibilidades reducido a lo absolutamente previsible, he allí el
deseo de los hombres aspirantes a dioses, que el tiempo venidero se encuentre
encerrado en esos puños hoy. Las prevenciones, por este motivo, se
visten de cálculos y expectativas variables, tan variables como podrían ser la
recuperación de un bosque aniquilado por la lluvia ácida de la era industrial,
la cura de una enfermedad pandémica o el arrinconamiento definitivo de un
pueblo por métodos igualmente variables, todo entra en la gama de las
posibilidades del deseo de la compulsión
preventiva del futuro al que aspiramos hoy.
Suele afirmarse
que las propuestas utópicos mantienen erguidos los ideales de la historia,
alientan a sus protagonistas en las duras jornadas cotidianas, hecho cierto,
siempre y cuando analicemos qué tipo de esperanzas alimentan esas utopías.
Pues, en efecto, la esperanza en un mundo mejor puede consistir en un futuro
libre de servidumbre, como pretendían las utopías socialistas del siglo XIX y
que hoy, las crudas realizaciones del neoliberalismo, se han encargado de
seguir alimentando, o, por el lado opuesto, en otro tipo de mundo mejor que
consista en sociedades cerradas capaces de mantener la pureza racial, como blasonaban las nazi-
fascistas del siglo subsiguiente. Las hay de mucho y muy variado tipo, no vale
la pena extendernos en ellas, son de sobra conocidas
La historia de la
humanidad fuese construyendo, al menos hasta el presente, en parte debido los
cálculos de los estadistas, los impulsos de las religiones, los intereses
económicos, la necesidad de hallar nuevos territorios, la búsqueda de fuentes
energéticas, los entrecruzamientos de las ideologías, entre los factores más
predominantes, y, también, debido a una gran dosis de azar que los entrevera y nos despierta, a menudo, con hechos
imprevistos, los hechos imprevistos que demuelen las esperanzas fundadas en lo absolutamente
previsible, ensoñación perenne de los diseñadores del futuro. Y es bueno
que los acontecimientos de la historia, hasta los detestables, hubieran
desobedecido a esta regulación de lo
previsible, porque el azar, así como abre las puertas los alucinados que niegan
los altos valores de la vida también da pie a que se yergan las revoluciones (o
los movimientos contrarrevolucionarios) que ponen un freno a la barbarie, en el
caso concreto que nos interesa, genocida, alimento de esos sueños.
En resumen, no hay
que dejarse guiar por el entusiasmo cuando hablamos de “utopías” pensando que,
ineludiblemente, nos conduciría, su concreción, a un mundo mejor, tal vez, lo
“mejor” para ese mundo, “nuestro mundo”, habrá de ser que muchas de esas
utopías, continúen durmiendo en los libros o en las mentes que se enajenan en
ellas, porque, si lo que pretenden es un mundo definitivo, esas utopías lo
querrán sin aristas que lo permeabilicen, sin las aristas por medio de las
cuales se filtraría el azar (u otra utopía, al menos por el momento liberadora)
que le restituya al mundo las posibilidades que lo construyen abierto e
impredecible.
La relación
humana, desde la familiar primaria hasta la política de un país o la
internacional, es compleja y conflictiva, no hay recetas válidas capaces de
revertir esta situación (ya que, por sobre todo, descartamos los idearios
utópicos para enderezarla). Solamente la cautela en la frecuentación con aquel
diferente a nosotros cuando los puntos de vista, las creencias, las costumbres
y las actitudes difieren radical o parcialmente de las nuestras y un respeto
mutuo que se desprenda, de manera conciente y racional de esta relación[6],
parecieran ser las únicas cartas válidas y utilizables para evitar estos
continuos desencuentros propios de la especie humana.
No hay
explicaciones absolutamente valederas capaces de dar cuenta de la violencia,
llama la atención, sin embargo, el registro de su ubicuidad temporal: en cada
tiempo se va amoldando a las circunstancias culturales de la época, o, caso
contrario, las va determinando, de tal forma que ninguna esfera de la
existencia (pública o privada) se
encuentra totalmente librada de ella. Así, deberíamos hablar, respetando un
criterio realista, de colectividades más o menos violentas, desde que no
conocemos ninguna organización humana, por mínima que fuere, que se encuentre
liberada de este flagelo, de actitudes, también, con una dosis mayor o menor de
violencia en sus manifestaciones, de propuestas (teóricas o prácticas) que
incluyan, en distintos grados, la violencia y, todas ellas, justificables
mediante el discurso racional, hecho de por sí irritante, aunque ineludible,
donde asistimos con frecuencia, de acuerdo con el recurso dialéctico que se
maneje, a la conversión de la víctima en victimario, sin solución alguna de
continuidad.
La implementación
de los Derechos Humanos, que defienden a los individuos de la exageración del
poder estatal, sean ciudadanos o no del gobierno que ejerce la ley, obedece al
imperio de la esfera racional, una esfera que trasciende las fronteras en
defensa del más débil de los seres humanos, el individuo en su estricta
condición individual, sin ningún halo que lo proteja salvo su propia
individualidad encarnada en un sexo, una edad, una tradición, una religión, una
lengua: armenio, palestino, judío, indígena de América, biafrano, montonero o
lo que fuere.
Los genocidios
involucran a los individuos en una muerte colectiva que ni siquiera da la
opción del duelo o el recuerdo, al hecho siempre absurdo de la cesación de
ser súmase el anonimato implicado en
los entierros colectivos o la incineración de los cuerpos con el fin de que la
nada sea la encargada de amortajarlos.
Las cifras siempre
son elocuentes y denuncian al Estado genocida, baste un solo y último
ejemplo, la invasión yanqui en Irak: por cada soldado muerto de ese país
colonialista se registran, por promedio, unos cien muertos iraquíes, la mayor
parte civiles, eso sin contar las otras secuelas como la desnutrición, el
éxodo, la desesperanza y la guerra civil que la torpeza de esa invasión ha
dejado en la república asiática. Se ha perdido la cuenta de la cantidad de
palestinos muertos por cada judío caído en el campo de batalla desde la
instalación del Estado de Israel (único Estado que tiene legalizada la
tortura), cuña norteamericana en el Oriente Medio. ¿Es ético utilizar como
pantalla de estos nuevos genocidios el perpetrado por los nazis, o, acaso,
estas naciones también deberían sufrir la humillación de la derrota para que
sus crímenes fueran, igualmente, reconocidos, demostrándose dolorosamente, así,
una vez más, que la verdad se encuentra uncida, atada, doblegada, una vez
más y siempre a quienes ejercen el poder.
Carlos Enrique Berbeglia, Buenos
Aires, diciembre del año 2006
[1] Véase, como mínima ilustración, Deuteronomio 2, 31
[2]
Existe un monumento en Buenos Aires, el dedicado a los Reyes Católicos y
situado en el confín de
[3] En
“Razón, persistencia, racionalidad”,
Biblos, Buenos Aires, 2005, de nuestra autoría denominamos Racionalidad instintiva a
esta capacidad humana de saberse detener siempre a tiempo ante el abismo y
evitar la caída en sus profundidades (la suspensión de los gases letales
durante
[4] Para la esperanza de los pueblos sometidos, al contrario de lo que sostiene un refrán muy frecuentado por la nostalgia de las personas mayores “todo tiempo pasado fue peor”, precisamente porque no le queda sino proyectar en el futuro una mejoría de las situaciones pasadas o presentes que los mantienen aherrojados.
[5] La razón cuenta con su propia historia, a menudo a horcajadas de la historia política, otras, acompañándola pero, nunca, desprendida de ella, bajo pena de convertirse en algo trasnochado. Esta historia, por otra parte, muestra cómo su pretendida universalidad no pasa de ser sino una expresión de deseos, desde el momento que se construye ora aceptando, ora rechazando, argumentaciones anteriores según las mismas le resulten provechosas o no al pensador que las utilice.
[6] Remarquemos el adjetivo mutuo en el ejercicio del respeto, que debe ser absolutamente paralelo entre quienes ejerzan la relación humana, de nada vale respetar a quienes no correspondan, desde su ridícula soberbia, a una previa actitud tolerante y comunicativa.