Carlos
Enrique Berbeglia, Pinamar, enero 2010
Tal vez de manera exclusiva
los neologismos más precisos y actuales, en concreto, los apenas pergeñados
hoy, posean la fortuna de comportarse bi-unívocamente
con el objeto designado (esto es, que la
palabra remita a un objeto y sólo a uno y que del objeto no fluya otro término equivalente, que, por igual, lo
designe). El resto de los conceptos (así, gramaticalmente, admitan la forma
de sustantivos, verbos o adjetivos) que pueblan la totalidad de los
diccionarios de la lengua o los vocabularios especializados de ciencias, de
historia, de arte o de filosofía, asumen tantas cargas significativas que su
intelección corre el riesgo de precipitarse en un valle donde los cruces
comprehensivos se multipliquen hasta volverlos incoherentes, desarticulados de
las “cosas” que los originaran, donde el nivel metafórico reine y gobierne
hasta la exasperación y que la irrealidad de cuanto afirmen los amenace con
transformarse en sombras perniciosas.
Así, por ejemplo, la “compacta dureza” de
una piedra que obstruye el camino sería diferente a la “débil resistencia” de
un argumento jurídico que defienda un robo. Sin embargo, la piedra, el
argumento jurídico, el robo, son entidades tan reales como real es la debilidad argumental que lo proteja al
reo, nueva entidad introducida aquí, protagonista del suceso que, hasta podría
abandonar esa categoría delictiva de darse el caso que, algún otro código
penal, contemplara la figura de “robo
por necesidad de alimentar a la familia en un caso de grave desnutrición en
época de desempleo” en donde no sería punible.
La realidad,
y las conspicuas metáforas conceptuales que las designan, fluctúan de manera alarmante, si reemplazamos la “piedra que (le) obstruye el camino” a un ocasional
viajero transitando un páramo, porque logró sortearla, por un espejismo
(“fenómeno óptico donde los objetos lejanos producen una imagen invertida como
reflejados en una superficie acuosa, debido a la reflexión de la luz al
atravesar capaz de aire de densidad distinta”, df. de
un manual de geografía) que no lo ilusiona con la pronta llegada a un
sitio menos inhóspito como el que atraviesa, porque conoce el fenómeno, por haberlo experimentado en otras ocasiones,
aunque el aventurero sepa, entonces,
que, cuanto ve, ni remotamente se encuentra allí donde lo ve, no por contar con
ese conocimiento des-ilusionante
lo deja, sin embargo, de observar
entretanto se acrecienta su sed y la ansiedad por superar el desierto lo obliga
al redoble de sus pasos.
Una pesadilla, de la cual nos despertamos
todavía confusos y atemorizados posee, al menos dos grados de realidad, la primera, mientras soñábamos
y los monstruos o los abismos atractores
prácticamente nos tocaban con sus alientos o vórtice siniestros y no podíamos
huir de ellos, la segunda, cuando la recordamos y tratamos de vincularla con
algún acontecimiento real de nuestra
vida despabilada con el fin racional de
entenderla.
¿Qué grado de realidad posee el concepto realidad? ¿Y las variadas ideas que nos
forjamos acerca de esa misma realidad?
En la historia del pensamiento hubo dos momentos, al menos, en que se postuló
la existencia de la realidad con fortaleza dogmática, en
De las ideas se ha desprendido una discusión interminable acerca de su presunta realidad, no equivalente a decir de su consistencia pues, de la ensambladura argumental y
demostrativa que posean se desencadenan,
una vez dadas a conocer, desde los actos sublimes hasta los ubicados en el
extremo opuesto, los aberrantes (todos ellos, a su vez, justificables de
acuerdo con la capacidad manifiesta de
sus exponentes, sea esta física, o estrictamente discursiva). Empero,
ciertamente, el transcurso de la historia sobreabunda en casos que nos muestran
cómo, hasta las ideas más absurdas pujan por ingresar en las mentes de los
“iluminados” deviniendo luego, gracias a su denodado entusiasmo y fortaleza acrítica, en una realidad
atroz. Que lo desmientan las víctimas de cuantos regímenes totalitarios sobreabundaron la historia.
Las ideas crean, por lo tanto, realidad
aunque no sean reales, o la crean precisamente porque, de alguna otra forma no
tangible, son reales. También se desprenden de la realidad y la designan hasta transfigurarla. La nube
que cruza, rauda, por encima de mi patio, es real, en cambio, la palabra que la
designa, /nube/ ¿qué distinto grado de realidad posee?
Volví a levantar la vista luego de haber
escrito el párrafo anterior y ya la nube había desaparecido.