Esbozos filosóficos
Carlos Enrique
Berbeglia
Las disquisiciones filosóficas siguientes
suponen en el conocimiento una iluminación, un repentino haz de claros
determinantes
Tal vez de manera exclusiva los neologismos más
precisos y actuales, en concreto, los apenas pergeñados hoy, posean la fortuna
de comportarse bi-unívocamente con el objeto designado (esto es, que la palabra remita a un objeto y sólo a uno y
que del objeto no fluya otro término
equivalente, que, por igual, lo designe). El resto de los conceptos (así,
gramaticalmente, admitan la forma de sustantivos, verbos o adjetivos) que
pueblan la totalidad de los diccionarios de la lengua o los vocabularios
especializados de ciencias, de historia, de arte o de filosofía, asumen tantas
cargas significativas que su intelección corre el riesgo de precipitarse en un
valle donde los cruces comprehensivos se multipliquen hasta volverlos
incoherentes, desarticulados de las “cosas” que los originaran, donde el nivel
metafórico reine y gobierne hasta la exasperación y que la irrealidad de cuanto afirmen
los amenace con transformarse en sombras perniciosas.
Así,
por ejemplo, la “compacta dureza” de una piedra que obstruye el camino sería
diferente a la “débil resistencia” de un argumento jurídico que defienda un
robo. Sin embargo, la piedra, el argumento jurídico, el robo, son entidades tan
reales como real es la debilidad
argumental que lo proteja al reo, nueva entidad introducida aquí, protagonista
del suceso que, hasta podría abandonar esa categoría delictiva de darse el caso
que, algún otro código penal, contemplara la figura de “robo por necesidad de alimentar a la
familia en un caso de grave desnutrición en época de desempleo” en donde no
sería punible.
La realidad, y las conspicuas metáforas
conceptuales que las designan, fluctúan
de manera alarmante, si reemplazamos la
“piedra que (le) obstruye el camino” a
un ocasional viajero transitando un páramo, porque logró sortearla, por un
espejismo (“fenómeno óptico donde los objetos lejanos producen una imagen
invertida como reflejados en una superficie acuosa, debido a la reflexión de la
luz al atravesar capaz de aire de densidad distinta”, df. de un manual de
geografía) que no lo ilusiona con la pronta llegada a un
sitio menos inhóspito como el que atraviesa, porque conoce el fenómeno, por haberlo experimentado en otras ocasiones,
aunque el aventurero sepa, entonces,
que, cuanto ve, ni remotamente se encuentra allí donde lo ve, no por contar con
ese conocimiento des-ilusionante lo deja, sin embargo, de observar entretanto
se acrecienta su sed y la ansiedad por superar el desierto lo obliga al redoble
de sus pasos.
Una
pesadilla, de la cual nos despertamos todavía confusos y atemorizados posee, al
menos dos grados de realidad, la
primera, mientras soñábamos y los monstruos o los abismos atractores
prácticamente nos tocaban con sus alientos o vórtice siniestros y no podíamos
huir de ellos, la segunda, cuando la recordamos y tratamos de vincularla con
algún acontecimiento real de nuestra
vida despabilada con el fin racional de
entenderla.
¿Qué
grado de realidad posee el concepto realidad?
¿Y las variadas ideas que nos forjamos acerca de esa misma realidad? En la historia del pensamiento hubo dos momentos, al
menos, en que se postuló la existencia de la realidad con fortaleza dogmática,
en
De las
ideas se ha desprendido una discusión
interminable acerca de su presunta
realidad, no equivalente a decir de su
consistencia pues, de la
ensambladura argumental y demostrativa que posean se desencadenan, una vez dadas a conocer, desde
los actos sublimes hasta los ubicados en el extremo opuesto, los aberrantes
(todos ellos, a su vez, justificables de acuerdo con la capacidad manifiesta
de sus exponentes, sea esta física, o
estrictamente discursiva). Empero, ciertamente, el transcurso de la historia
sobreabunda en casos que nos muestran cómo, hasta las ideas más absurdas pujan
por ingresar en las mentes de los “iluminados” deviniendo luego, gracias a su
denodado entusiasmo y fortaleza acrítica, en una realidad atroz. Que lo desmientan las víctimas de cuantos regímenes
totalitarios sobreabundaron la
historia.
Las
ideas crean, por lo tanto realidad aunque no sean reales, o la crean
precisamente porque, de alguna otra forma no tangible, son reales. También se
desprenden de la realidad y la designan
hasta transfigurarla. La nube que cruza, rauda, por encima de mi patio, es
real, en cambio, la palabra que la designa, /nube/ ¿qué distinto grado de
realidad posee?
Volví a levantar la vista luego de haber escrito el párrafo anterior y ya la
nube había desaparecido.
Carlos Enrique Berbeglia
Pinamar, enero 2010
Luis Aduriz, Juan Romano y Carlos
Alemián,
tempranamente desprendidos de la
existencia
por el sometimiento, siempre incomprensible,
a la legalidad impuesta por nuestra
condición finita.
Formular una pregunta acerca de algo sobre lo cual no se ha prestado suficiente atención durante el desempeño pensante de Occidente, o intentar un mínimo atisbo de respuesta sobre el mismo tema, desde la reflexión filosófica, equivale a instalarlo como problema en esa misma tradición que supo obviarlo, por desestima o, simplemente, por sobreentenderlo como una cuestión gratuita.
Las preguntas filosóficas parten
de un proceso introspectivo consciente, en eso difieren de las múltiples
demandas que el género humano efectuara desde sus albores, canalizándolas, la
mayor parte de las veces, en los diversos sistemas mítico - religiosos iniciales gracias a los cuales soliviantó sus
principales inquietudes, indefectiblemente vinculadas con el misterio de la
vida, la muerte, el destino y la verdad oculta en sus explicaciones diversas y
contradictorias.
Demandas derivadas en angustias que, de ninguna manera paliara el
desarrollo científico habido en los últimos siglos y, menos aún, la formidable
(y pedantesca) autoconciencia construida, desde sus inicios, por la filosofía.
Instrospección y autoconciencia de sus manifestaciones, no carentes,
muchas veces, de apresuramiento por expresarse desde sí solas, prescindiendo no
tanto de los diversos saberes aportados por otras disciplinas sino ambicionando
mostrar sus resultados como paralelos a las mismas. Por lo tanto, a menudo, no
carente de inocencia en sus interrogaciones y respuestas.
Valga esta suma de afirmaciones iniciales no como autocrítica sino como
advertencia al lector acerca de la
índole observacional que llego a plasmar en estas páginas, ella depende
totalmente de una inquietud autónoma que no fuera influida por conocimientos
previos, de allí que pueda tachársela, incluso, de “inocente”, pero nunca de
apresurada, porque resulta de un proceso meditativo autónomo que vengo
registrando desde hace años y llego a exponer ahora concisamente.
Es habitual, en la física contemporánea, la afirmación acerca de la
continuidad témporo -espacial para comprender una serie de fenómenos
vinculados, entre otros, al origen y expansión del Universo, en donde su tamaño
se encontraría asociado al tiempo durante el cual se desplegara sobre sí mismo
y creando, de esta manera, el propio espacio que lo contuviera, hecho que
originó un sinfín de especulaciones donde la fantasía siempre desempeñó un
papel preponderante, hecho digno de encomio, si se mantuviera en sus propios
límites, como el Universo, sin extenderse a otros campos, donde su intrusión
genera confusiones.
En la medida de lo posible
(aunque sí consolidada en nuestra creación poético - literaria, allí nos
resulta imprescindible) no nos regiremos por la imaginación en el presente
análisis, recurriendo, pura y exclusivamente, a los raciocinios amparados en
los sondeos experimentales previos a los momentos de extraer las conclusiones
que deriven de sus logros.
En conclusión, no más que a una elemental experiencia juvenil deben su
origen estas páginas, y fue ella la que ahora rememoro para su fundamento.
Situémonos en una mañana en las sierras de mi provincia natal, San Luis. Había
arribado a las adyacencias de los Comechingones en compañía de un pequeño grupo
de chicas y muchachos, todos primerizos estudiantes universitarios y me hallaba
solo observando las cosas desparramadas alrededor de un par de carpas: botas,
utensilios de cocina, libros, cuadernos con apuntes, camperas, entre otras. Los
restantes “expedicionarios” (nos encontrábamos a punto de encarar el ascenso a
una de las cumbres) habían bajado al poblado para proveerse de vituallas y yo
me encontraba al cuidado del campamento y, cuando ya los apreciaba aproximarse
gracias a sus parloteos un trueno distante, una nubosidad repentina que
ocultara el sol, una sinuosa ráfaga de viento, me llevó a pasear la vista por el
desorden que se estropearía con la posible lluvia, prestar atención al murmullo
del arroyo por si sus aguas bajaban torrentosas y elevar, simultáneamente, los
ojos a los cerros para apreciar si la repentina tormenta se descargaba sobre
sus laderas.
Todo lo relatado ocurrió en cuestión de instantes, narrarlo, aún
sucintamente, me llevó un párrafo en su integridad, su revisión y cuidadosa
lectura, varios minutos.
Años después, el visualizar una fotografía que retrataba un conjunto de
líderes políticos mundiales, en una de esas tantas reuniones trascendentes que efectúan para salvaguarda de la humanidad, me condujo
a una asociación con aquel recuerdo agreste llevándome a concluir lo siguiente:
el fotógrafo los puso a todos juntos y, de acuerdo con algún protocolo de
cortesía que barrunto, a la única mujer entre los jefes de Estado, en el medio;
a sus lados se desplegaban los demás presidentes o primeros ministros sin
ningún mínimo atisbo de incidencia jerárquica, no fuera que se sintieran
menoscabados. La fotografía era plana,
todos, en efecto, emparejados en su dimensionalidad, quienquiera accediese al
diario lo podía apreciar de esta manera. Pero ¡he aquí que la nómina de los
concurrentes a la pose histórica, al leerse, deparaba una sorpresa! Rezaba debajo
de la fotografía: de izquierda a derecha, tales y cuáles. ¿Por qué no
comenzó la nomenclatura por el otro extremo? : “de derecha a izquierda los siguientes líderes”.
Sin segundas intenciones suponemos que ello no se debió a una “influencia
ideológica” sino a que, en la lengua inglesa (de donde estaba traducido el
texto) al igual que sucede con la
castellana y los restantes idiomas europeos, leemos en ese sentido y no en el
inverso, propio de las lenguas semíticas.
Un tercer dato todavía: el aportado por un bodegón barroco representado
una “naturaleza muerta” donde se amontonaban, sobre una fuente, racimos de uvas
y otras frutas, liebres y aves silvestres, algunas copas y botellas, una gorra
de caza adornada con plumas y, por último, una escopeta de dos caños apoyada en
un piso que la pintura insinuaba. Y el detalle, se trataba de una copia
tipográfica del original colocada en la pared de un restauran, justo al lado de
una mesa servida con platos, vasos, cubiertos y adornos navideños bien dispuestos
dada la cercanía de las Fiestas.
Comencemos inquiriéndole a la tercera descripción ¿por qué “por último, una escopeta de dos caños
apoyada ...” ¿no se muestra casi en escorzo, si parece salir de la tela?, ¿no
debería haberla nombrado en primer término en la transcripción lingüística de
la pintura?, ¿por qué hube de anticipar las frutas y los animales y el atuendo
de caza y, por demás, en este orden?. ¿Preexiste alguna lógica encubierta en la
sucesión que menciona a los elementos presentes uno junto a otro, tal como
lo determina la vista, y no de manera
sucesiva, como me encuentro obligado al traducir en palabras, en el cuadro
adosado a la pared?
Más aún, si, al entrar al salón comedor aprecié de un solo golpe visual
tanto la mesa repleta de menaje cuanto la pintura, ¿cuál fue el motivo que me
indujo, en un principio, a mencionar el cuadro y, posteriormente, la mesa
navideña?
Dejemos en suspenso la respuesta hasta tanto completar las descripciones
anteriores. Valen exactamente las mismas aseveraciones también efectuadas en
forma de preguntas.
La segunda descripción ya fuera expuesta, sucintamente, ¿qué motivó
comenzar la especificación de los nombres por un extremo de la hilera y no por
el opuesto? En cuanto a la anterior, hacen falta, todavía algunos pormenores:
¿por qué al inicio hube de describir el campamento y el desorden propio de
cuando sus integrantes recién se incorporaran? Y, más allá de cuestionarnos
acerca del motivo por el cual escogiera, al principio, las botas para su ilustración
en lugar de otros enseres, hacerlo explicando por qué postergué la descripción
de la tormenta en ciernes, si era, tal vez, lo más importante de la jornada
desde que de su desenlace dependía nuestra expedición a uno de los picos de
esas sierras.
Una respuesta, acaso meramente próxima a la incógnita planteada, la encontramos en lo que podríamos
denominar discontinuidad perceptivo-expresiva y que resulta propia de
nuestra especie. Consiste en lo siguiente: en la traducción necesariamente temporal exigida por el
lenguaje cuando se trata de expresar, gracias al desempeño de las cuerdas
vocales, un fenómeno, acontecimiento o cosa distinguida gracias a nuestra
facultad visual, por medio de los ojos, en el espacio, para su inmediata
decodificación auditiva.
De otra manera aún, la percepción visual es siempre holística, capta el
conjunto ofrecido hasta donde permita su campo visual de manera inmediata e
instantánea, si quiere, en una segunda instancia, luego, el sujeto percipiente
reparará en uno u otro de los objetos incluidos en el perímetro anterior,
aunque ello sin impedirle volver a los instantes previos cuantas veces lo
desee, para destacar nuevos conjuntos, colores diversamente intensos, detalles
imprevistos. De extender dichas experiencias visuales a quienquiera pretenda
hacer partícipe de las mismas, si lo hace mediante las palabras descubrirá su
desdoblamiento en dos manifestaciones paralelas: la primera, que no podrá dar a
conocer las cosas en bloque tal como las percibiera, esto es, que deberá
traducirlas, nombrarlas una por una para identificarlas de una forma que no le
exigiera la simple visión anterior, la segunda, que en la mención a efectuar de
las experiencias perceptivas deberá
incluir un orden, aunque más no fuera inconsciente, de cualquier índole: de
mayor a menor, por cercanía o distancia, brillo u opacidad, tamaño, movilidad o
lo que fuere de lo percibido.
Un orden que no necesariamente se desprenderá de los entes observados como algo connatural
a su esencia: en otras palabras, la enumeración implicará una jerarquía
colocada a esas entidades desde fuera, desde las preconceptualizaciones habidas
en la mente de su perceptor. Es más, hasta puede llegar a negar lo que vio, un
espectáculo que le haya resultado bochornoso o le rememore episodios no
queridos, cosas habidas entre un montón de otras varias porque le disgusten y
quepa soslayar en la posterior descripción. La
percepción visual no puede no ver cuanto la capacidad visual del sujeto le
permita, tampoco puede negarse a oír aquello que capte su potencialidad
auditiva, salvo que se tape los ojos u oídos. Empero, estos hechos
voluntarios no nos interesan, dependerán del sujeto si los quiera expresar o
callar: eso sí, de elegir la narración de lo observado visualmente deberá, forzosamente, temporalizarla, hacer una
hilación de cuanto pasara por sus ojos, y, en su despliegue, jerarquizarla,
colocar primero unos hechos u objetos, luego otros, como los movimientos de la
sonata barroca que escuchara entretanto contemplaba el cuadro de la misma
época, a éste lo apreció en un instante mientras la sonata transitaba con sus
arpegios y modulaciones a lo largo de sus movimientos, sin superponerlos, la
estructura física de la música lo impide.
La representación escrita de cualquier hecho obtenido por la vista se
convierte en espacio codificado, hasta el momento en que dicha descripción sea
leída, en alta o baja voz, espacio que, sin embargo, ya la emisión escrita ha
jerarquizado. Generalmente esa representación asume la forma lineal pero suele
darse el caso, como en la poesía experimental o en algunos letreros, que las
palabras ocupen distintas posiciones y que sean leídas al voleo u obligando a
la vista a elegir unas palabras antes que otras, como cuando traduce los
objetos.
Vemos en el espacio, describimos, lo visto, en el tiempo y,
en ese tránsito, corremos el riesgo de aniquilar las cosas, subvertirlas,
desplazarlas; en suma, de falsear los datos de la experiencia primeriza. Traduttore tradittore en su máxima
expresión La continuidad perceptiva resulta, por lo tanto, discontinua. ¿Será
el pago efectuado a la naturaleza por la adquisición, en algún momento de
nuestro tránsito a la cabal figura humana, del lenguaje, absoluto protagonista
de esta discontinuidad? ¿Cómo realizan esa traducción los animales cuando se
comunican?
Comentario
La razón suele valerse de artimañas
para lograr conclusiones que expliquen cierto tipo de fenómenos difíciles de
reducir mediante deducciones elementales. Esta afirmación, sin embargo,
convierte a la razón en una hipóstasis, algo que vino construyendo el
pensamiento occidental hasta ahora, aunque no le impidió, sin embargo,
multiplicar esa razón hasta el extremo de hallarse hoy en una encrucijada constituida
por sus diversas especificaciones (desde las varias kantianas hasta las
históricas, las instrumentales o las dialécticas contemporáneas)[1]
Como este derrotero, a la razón universal la ha conducido al desembalaje
de su estructura monolítica con esas
características previas (en resumen, la ha des-universalizado), y no se trata
de una substancia etérea que circunde el planeta y los seres humanos aspiren y
luego devuelvan convertida en sólidas argumentaciones, prefiero hablar de los
hombres racionales, sus poseedores (tal vez los más desdichados de entre el
conjunto de los habitantes de
Una de esas artimañas consiste en la de recurrir a la extrapolación, habitual en el ámbito de las ciencias exactas, allí sus promotores obran con los siguientes fundamentos: dado un acontecimiento determinado bajo ciertas coordenadas espacio-temporales, resulta factible, en un ámbito geológico, meteorológico o astronómico deducir las consecuencias dadas en el pasado que lo hicieran factible ahora o predecir fenómenos derivados del mismo en el futuro. Fue muy auspicioso para el aumento del conocimiento. Quienes no lograron, en cambio, los réditos apetecidos fueron los “científicos sociales” (usualmente asociados con alguna que otra cofradía política) al pretender similares aciertos cuando lanzaran sus veredictos acerca del comportamiento futuro de algún pueblo o situación histórica. Un resto de libertad, rebeldía ante los diversos poderes y estima por la propia dignidad, todavía actuante entre los hombres, fue un rotundo revés, visible, al menos hasta ahora, para esas ambiciones hegemónicas de controlar la especie humana.
El recurso a la extrapolación tuvo una fértil acogida entre los autores
de fantasía científica, permitiéndoles armar las tramas de sus novelas jugando
a discreción con los saltos temporales, les daban cabida para explicar variadas
situaciones en distintos sectores del Universo uniendo sus períodos,
territorios y civilizaciones gracias a los héroes intergalácticos, viajeros por
los recovecos ocultos de sus maravillosos paisajes que rescataban extrañas
figuras con sentimientos humanos o luchaban contra humanoides ambiciosos y
provistos de los peores defectos característicos de nuestra propia raza.
Con el tiempo no es posible hacer y deshacer los nudos como si se
tratara de un cordel, es unilineal, ni vuelve hacia atrás ni se adelanta,
prosigue imperturbable su marcha sin descanso, que lo diga la historia de la
vida, la historia de la humanidad, la historia de cada uno de los hombres;
podrán repetirse algunas de sus formas, asemejarse los eventos, aproximarse los
hechos pero, a la larga ingresarán en el carril indiferenciado del arrastre,
entremezclando, con su crecimiento, los rizomas del pasado hasta la creación de
una masa cuya densidad aumente hasta lo infinito.
Y, si unilineal equivale a inexorable, y como, además, la razón en sus
diversas acepciones, hubo pretendido, desde que se conformara como tal,
desentrañar las incógnitas que nos determinan para liberarnos de las mismas, ha
sometido al tiempo a un sinfín de disquisiciones y hasta experimentos (sobre
todo psicológicos) para descubrir en él alguna posibilidad de pliegue, regreso,
anticipación o repetición que le permitiera manipularlo como a la cerámica en
el torno antes de ser horneada.
Unilineal, inexorable, entonces, unidimensional; cualquier alteración a
sus características equivale a proponerle una patología. Sus anticuerpos son
notables porque ha permanecido inalterable, desde que lo experimentamos en
carne propia, a los pliegues, regresos, anticipaciones o repeticiones que le
propusiéramos.
Las extrapolaciones con el tiempo debidas a la astrofísica son
alucinantes, los agujeros negros o los Universos gusano, de ser atravesados,
informan, nos permitirían “llegar del otro lado” de algo así como del Macro universo y cruzar
miles de años luz en cuestión de mínimos instantes. De esta y otra índole
abundan las especulaciones científicas avaladas por la apoyatura en teorías
exitosas en diferentes campos, pero no en
el mismo donde se postulan, de allí la necesaria validación epistemológica
de las extrapolaciones.
El espacio que nosotros habitamos, al menos el experimentado por
nuestros sentidos, es tridimensional, posee altura y ancho y, en tercer lugar,
como multiplicación de ambas coordenadas, volumen. No es puntual, ni lineal,
derivado de una sucesión de puntos, ni plano, resultado de una traslación de
esa línea como si se tratara de un limpiaparabrisas. Algunos especularon que la
tridimensionalidad, en lugar de tratarse de un conjunto indiscernible, pudo
haber sido antecedida por espacios planos o lineales y aventuraron acerca de
las interesantes formas de vida de allí[2].
Los
imitadores, como siempre ocurre en el campo de la cultura, fueron
incontables y las derivaciones no se
hicieron esperar: si existen dos dimensiones precedentes a la que experimentamos,
¿por qué no “sospechar” la existencia de una cuarta (o una quinta, o una sexta)
superior, y que coexista paralelamente con la nuestra? Y, así como para los
habitantes de estas dimensiones anteriores resultamos, los hombres, invisibles,
ellos, los privilegiados ciudadanos, igualmente gozan de esa facultad para
nosotros. Un razonamiento perfecto basado en la lógica legitimidad de la
extrapolación.
Sin embargo, del hecho de que podamos hablar (y representar) matemáticamente de una o dos dimensiones no
es posible deducir que las mismas existan independientes de la tercera, que
experimentamos corporalmente. Asimismo, no hay impedimento alguno para
representar, algebraicamente, espacios de cuatro, cinco, seis o
multidimensiones, pero, de allí a porfiar de su existencia el paso es demasiado
apresurado.
Si rememoramos la crítica al argumento ontológico (que yo imagine hasta
en sus ínfimos detalles las Islas Afortunadas, o elucubre racionalmente a un
Dios ens perfectissimus no se deriva
necesariamente que ambas entidades existan) pareciera que la crítica a la
extrapolación va por el mismo camino. No es así, su justificación epistemológica es más grave
que las ingenuas pruebas de la existencia de Dios porque encubre la soberbia
alcanzada, no tanto por las ciencias sino por sus adláteres y cuantos
dogmatizan sus resultados con la misma actitud pueril de los monjes
advenedizos.
¿Qué nexo hallamos entre la imposibilidad de traducir fidedignamente lo
apreciado visualmente en un instante por la lengua que a lo espacial no se limita a temporalizarlo sino que, también y a
la par, en la enunciación, lo jerarquiza y la crítica a las
extrapolaciones? Pues, que de una u otra manera se trata de esfuerzos
semejantes, la disociación percibir-expresar la tenemos tan incorporada en la
vida cotidiana que, prácticamente, su ejercicio, pasa desapercibido por la
conciencia. Por otro lado, el recurso a la extrapolación expone la habilidad
racional en su ahínco por establecer puntos comparativos entre distintos
sectores del mundo, comprenderlos y explicarlos.
Aunque, al menos, resta una pregunta aún ¿Cómo realizan esa traducción
los animales cuando se comunican? Si respondiéramos que su mundo perceptivo es
menor caeríamos en un antropomorfismo infantil, limitémonos a pensar que es distinto. Si por arte de magia un perro
obtuviese el don del habla y, además, supiese de nuestra disociación ¿no se
haría cruces en su esfuerzo por transmitirnos los conocimientos obtenidos por
su olfato?
Una respuesta, sin duda, extrapolada.
Carlos Enrique Berbeglia
Pinamar, enero del año 2010
[1] Si bien el autor de estas páginas ha demostrado en Razón, persistencia, racionalidad, Buenos Aires, Biblos, 2006 la existencia de un aspecto instintivo de la razón, ello acontece cuando la misma se enferma de esclerosis en la racionalidad y olvida sus principios esenciales: creatividad, revolución, curiosidad, discenso, descubrimiento, asombro hasta por lo hechos cotidianos, originalidad, entre los decisivos.
[2] G. Abbot, Planilandia, novela escrita a mediados del siglo XIX,