Debidos a la pluma
de
UNO
ENCUENTRO CASUAL DE AMBOS SUJETOS PARECIDOS A OTROS DOS
Abde tiene en su
haber un metro setenta y cinco de estatura, cuarenta y ocho años de edad
transcurridos en una existencia sin demasiados riesgos que le deparara una mujer
no tan bonita como ingenua, madre de sus tres hijos y a la que, aunque se lo
hubiera propuesto, nunca había engañado hasta el día de hoy, piensa, mientras
bebe su café rutinario de la tarde, en el sitio que frecuenta por tercera vez en
la semana, atraído por los contoneos de una moza que lo atiende con especial
referencia, la cual, según le dijeran sus compañeros de oficina, presta además
otros servicios para redondear sueldo y propinas.
Y una carrera terciaria finalizada sin
apuros -ni muy altas notas dignas de alharaca- gracias a la cual lo tomaran
como empleado en la compañía donde fuera ascendiendo de manera gradual, aunque,
también medita ahora, todavía se halle en pie la denuncia penal contra el
contador de la empresa, no existen pruebas directas de sus felonías (porque no
las hubo, sí una malversación de fondos, apenas concretada que le atribuyeran,
indirectamente, sus autores que, de haber sumado su complicidad, ellos, ahora,
y, por supuesto Abde, disfrutarían de una mejor posición, desde ya que a
expensas del profesional inocente y su buen nombre).
Si bien es cierto que, a veces, al regresar
a su hogar, debe soportar las recriminaciones, de su único hijo y de las dos
mujeres por no haber mejorado su posición económica durante esos años, los
coloca en una situación social desventajosa frente a sus amigos y colegas
universitarios, justo cuando se encuentran en los años claves de sus respectivas
disciplinas.
Y, de paso, recapacita con un suspiro final,
podría cambiar su viejo automóvil, pues ya no soporta tantos remiendos en la
carrocería y ajustes en el motor. Convertir en realidad la persuasión de los
representantes de la concesionaria vecina y adquirir ese modelo gris, de cuatro
puertas y techo corredizo, el Millplay que lo incita a subirlo en la tarima
donde se exhibe e irse con él, feliz, hasta su casa.
Fijo, por el contrario, posee una contextura
fornida que reparte armónicamente en un cuerpo de altura similar al de Abde
pero con un rostro no tan agraciado como el suyo, los años con los que cuenta,
sin embargo, cercanos, también, al medio siglo, no han mellado ni su cabello,
que luce libre de canas, ni su agilidad, casi la de un deportista, que alimenta
con ejercicios físicos variados en el gimnasio donde asiste asiduamente para
mantenerse en forma.
El trabajo donde se desempeña ni tiene un
lugar preciso ni le ha requerido estudios superiores, apenas le bastó con el secundario
para asegurarse, recién concluida la adolescencia, ese peculiar desempeño
frente a los viajantes que recorren todas las arterias suburbanas y las rutas
del país para promocionar cosméticos y productos de limpieza. Es el
intermediario entre las principales firmas, conoce a la totalidad de los
gerentes y a esos peculiares individuos que viven arriba de los ómnibus de
larga distancia y de los trenes y se alojan en hoteles de mala muerte para
ahorrar algunos pesos.
No está casado, habita un departamento
herencia de sus padres, único inmueble que posee, donde recibe, de tanto a sus
“amigos”, casi todos bisexuales, como él, aunque, la mayor parte, portantes de
una doble faz, la vida regular, por una parte, y, por la otra, la de los
placeres, aunque jurídicamente despenalizados en las sociedades más
desarrolladas, sin embargo ocultos por una moral pacata y, aún, marginadora, como sostiene en sus diálogos con los ocasionales
amantes.
Precisamente en el último muchacho
recapacita ahora, un joven rico, de muy buena familia y a punto de casarse con
quien se encontrara únicamente un par de
veces. Fijo se dio cuenta, de inmediato, que a su ocasional pareja le atrajo
más la novedad, la trasgresión medida y no una verdadera entrega, hasta el
extremo que no lograra disimular, en la segunda ocasión, la repugnancia por el
contacto físico. Se fue con mil disculpas y Fijo supo que no se encontrarían
nunca más.
Recapacita en el muchacho mientras sorbe
lentamente su café pues, si bien es cierto que, casi se tratara de una huida el
final de este postrer encuentro, la envergadura de su ingenuidad lo llevó a
dejar en su disposición los datos familiares y los testimonios, unas
fotografías digitales que se dejó sacar con Fijo en una situación comprometida,
y que ahora, reveladas, obran en su bolsillo tintineando, como el roce de las
monedas por la paga añadida a sus ingresos si lo extorsionara.
Y adquirir al contado, sin depender de
posteriores cuotas que lo asfixien, ese Millplay gris, de cuatro puertas y
techo corredizo que le quita el sueño para reemplazar ese cascajo con el cual
ya no puede lucirse ni ambicionar conquistas refinadas, como las que merece.
El solo par de mesas interpuesto entre Abde
y Fijo no impide el cruce de sus miradas cuando, al mismo tiempo, depositan las
tazas sobre los respectivos platillos, que responden al roce con una sonoridad
pareja y se reconocen, luego de un lapso medido en numerosos años.
Aunque no con gran certeza, al principio se
creen mutuamente parecidos a dos amigos que alternaran con ellos sus días
juveniles, pero desisten de recurrir a ese pasado tan distante para sostener la
charla, prefieren hablar de sus tiempos más próximos, total es temprano y al lugar apenas empiezan a acudir
los habituales referentes que lo llenan. Piden una botella de cerveza y la
camarera se las sirve con el comentario de que el lúpulo es bueno para combatir
la acidez provocada por la cafeína.
Mutuamente parecidos a esos dos amigos de antes pero la cerveza,
una botella apenas repartida entre esas personas actuales no permite, dada la
distancia que promedia entre sus anécdotas de aquel entonces, una
liberación desmedida y el mutuo recelo mide sus palabras.
Empero al final, ese hielo comienza a
derretirse y el pasado distante se reemplaza por los hechos que anudan los días
inmediatos, los pequeños gustos, los sitios convencionales donde fueran a
disfrutar las vacaciones, la soltería de uno y el silencio de sus cuartos al
arribar la noche, la familia del otro y la algarabía, por momentos hasta
irrespetuosa, que lo recibe por las mismas horas.
Es el momento de añadir otra cerveza, las
mutuas confidencias así lo determinan y los vasos exigen su llenado. Una
ridícula observación acerca del traspaso de los contenidos los mueve a risa, de
la botella a las copas y, de éstas, al gaznate, ¡qué bien la pasarían si, en
lugar de encontrarse recordando allí tamañas necedades, otro fuera el sitio
donde se explayara la memoria!
Donde
se explayara la memoria hasta arribar a ese ayer nomás en donde se
cruzaran, y, por el vértigo de la situación, sin reconocerse, como hoy, en la
placidez atemperada del bar, ambos aguardando la luz verde del semáforo para
acelerar sus coches, ambos grises últimos y elegantes modelos de Millplay con
el techo corredizo y cuatro puertas, los dos con ese revertido guiño cómplice,
Abde con una modelo sin compromiso alguno y digna de un sultán, Fijo con otro
jovenzuelo de adquisición reciente, los dos sin entenderse ahora, observándose
con el mismo recelo inicial, que la cerveza no logró sustituir.
Carlos Enrique
Berbeglia
Pinamar, enero
2010.